Relato ganador de la XXVI edición del Premio de relatos cortos José Nogales

 

ropa limpia

Juan José del Peral

No entres sola de noche en una lavandería.

MARGARET ATWOOD. El cuento de la criada.



Sobre una mesa rectangular de metacrilato, una inmensa bolsa vacía azul cerúleo, con el logo amarillo de IKEA serigrafiado en las asas, absorbía la vibración de las dos lavadoras industriales en funcionamiento. Las máquinas parecían enormes bocas en proceso de deglución, mascullando con premolares de acero el amasijo de prendas y anegándolas de espumarajos asépticos. El olor a detergente azoaba el establecimiento, luchando por sepultar el residuo de partículas acres y almizcladas que reptaba por las paredes y que, como posos de café rancio, se agazapaba en el rodapié de las esquinas.

Sofía examinó el local de izquierda a derecha, parapetada detrás del cochecito. Había un cariz invasivo en aquel abandono estratégico de la colada que la hacía sentir como si estuviese allanando una cocina ajena o adentrándose en una casa embrujada. Seleccionó la nueve, la más alejada de las dos lavadoras ya en marcha, y comenzó a deshacer dentro de ella los montoncitos de prendas blanquecinas mínimamente dobladas. Tras introducir una ficha y seleccionar el programa, el aparato comenzó a regurgitar chorros de agua con alaridos de sifón, y un número 50 en segmentos rojos se iluminó en la pantalla.

Con delicadeza, la mujer aupó a su hija del carrito, la encajó entre sus brazos y comenzó a acunarla. Sofía miraba con una dilatada sonrisa dentro de aquellos ojos diminutos, jirones grises de los suyos propios. Parecía querer inocular a la niña los sueños que se le iban desmigajando por dentro, apalancados en algún rincón de su alma. El bebé no tardó en dormirse: el ronroneo de las lavadoras y el palpitar del pecho materno se entretejían en un sucedáneo de nana. Sofía devolvió a la niña al carrito con cuidado, aunque no era fácil despertarla. Se sentó a un par de pasos del cochecito, en el extremo de la fila de asientos abatibles enfrentados a las máquinas. Había algo hipnótico en la rotación caleidoscópica de las lavadoras. La mujer intentaba sin éxito neutralizar el efecto sedante de las piruetas que la ropa dibujaba dentro de los tambores.

Se despertó sobresaltada. El contador aún marcaba cuarenta y seis minutos, pero tenía la sensación de haber dormido durante mucho más tiempo. Estiró el cuello para comprobar las pantallas de las otras dos lavadoras: hubiera podido jurar que aquellos contadores habían avanzado más rápido que el suyo. Fue entonces cuando, de forma instintiva, alargó la mano hacia el carrito y le golpeó en la rodilla. Un hombre de unos treinta años se interponía entre ella y el cochecito, y observaba el movimiento circular de la ropa con una sonrisa esquiva.

—Las lavadoras siempre me han puesto de los nervios. Dando vueltas y vueltas todo el rato, siempre en el mismo sentido, minuto tras minuto, hasta llegar a cero —dijo él, sin apartar la mirada de los electrodomésticos, las manos entrelazadas detrás de la espalda.

Sofía volvió a escrutar la lavandería para cerciorarse de que el hombre se dirigía a ella.

Y ese zumbido incesante, como de avión que no termina nunca de despegar, todo el rato, todos y cada uno de los minutos, hasta llegar al final de la cuenta atrás.

¿Disculpe? —preguntó Sofía, alzando la vista hacia los ángulos de su rostro.

Sí, le decía que no soporto las lavadoras. Me desquician, me ponen frenético. El sonido, le decía, y el movimiento. Todo el rato girando. ¿Viene usted mucho a esta lavandería? —preguntó el hombre, aún sin mirar a Sofía.

Eh… sí, bueno, un par de vez por semana. Le importa si… —respondió ella, extendiendo el cuello en dirección a la espalda del hombre y alcanzando a vislumbrar el extremo abovedado del capazo.

Yo también vengo mucho, aunque no aguanto el ruido.

Sofía le examinó de pies a cabeza. Sobre una camisa blanca con el cuello desabotonado, un traje de cuadros grises delineaba un cuerpo alongado en postura marcial y desembocaba en unos zapatos Oxford negros con borlas en vez de cordones. Un largo flequillo peinado con raya lateral que se precipitaba, como helechos, sobre sus ojos oscuros apenas lograba suavizar sus endurecidas facciones.

¿No tiene lavadora en la casa?

Sí, claro, cómo no voy a tener lavadora —respondió el hombre en un tono entre burlón y despectivo. —Pero yo no vengo aquí a lavar la ropa. ¿Se imagina? Dios me libre. No, no, qué va. Vengo aquí por la gente.

¿La gente?

La gente, sí, las personas como usted que vienen aquí a hacer la colada. Me gusta examinarlas de cerca. Escudriñarlas. Gente de toda calaña.

¿Cabaña? —intentó repetir ella de forma dubitativa.

Cabaña no, CA-LA-ÑA. Variedad, tipos distintos de gente. Diferentes edades, nacionalidades, corpulencias… olores. No eres de aquí, ¿verdad? Pareces del este. Rusia. Ucrania quizás. ¿Me equivoco?

Sí, bueno, quiero decir, no, perdone, pero está detrás el carrito… —respondió Sofía, dibujando con el brazo un gesto para que se apartase.

Si lo piensas bien, el ritual de las lavanderías es magnético. A mí por lo menos me lo parece. Viene aquí cualquier persona, cargando con una de esas bolsas cutres de rafia, y la vacía delante de todo el mundo; todo para dentro, a la lavadora, toda su ropa y la de su familia: las sábanas en las que se acuestan por la noche, las toallas con las que envuelven sus cuerpos desnudos y húmedos después de ducharse, las medias, los sujetadores de encaje, las braguitas de niña con los dibujitos de Frozen en la parte de delante. Y la lavadora gira que te gira todo el rato y las braguitas a la vista de todo el mundo, dando vueltas sin parar, hasta que el contador llega a cero.

La sonrisa del hombre se iba afilando y sus ojos marrones se inflamaban, siempre fijos en las lavadoras. Una de ellas comenzó a borbotear agua al iniciar el ciclo de enjuagado y Sofía dio un pequeño respingo.

 

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