Relato ganador de la XXVIII edición del Premio de relatos cortos José Nogales

 

Plancton
de Alisa Lein

 

 

Newspaper taxis appear on the shore,

Waiting to take you away.

Climb in the back with your head in the clouds,

And you´re gone.

 

Lucy in the sky with diamond

The Beatles

 

 

 

Lo primero es un ruido, lejano pero innegable.

Un ruido nacido en la negrura de la noche que, junto con el mar, habían decidido borrar el horizonte, fundirse en un negro único, como si no fuesen suficientemente inmensos cada uno por su lado. Nosotros seguimos parados en el muelle. Entre el hotel y el infinito. A la espera de algo: una señal. Un motor. El ruido de un motor que se va acercando hasta convertirse en un ruido que trae espuma, blanca, apenas visible, pero también innegable.

Hacía sólo cinco minutos, Juan me había dicho que capaz que no vinieran.

—Por mí, mejor. Que no vengan.

Eso dije y eso era lo que pensaba. A quién se le puede ocurrir que es una buena idea salir de excursión por el mar, a la noche, con una barcaza de madera.

En Colombia.

Sin ser colombianos.

 

Ahora nos miramos con el ruido y la espuma de fondo. Miro el reloj, son las once y veinte de la noche. Habían dicho que vendrían a las once. Capaz ese ruido no tenía nada que ver con nosotros y entonces no tendríamos que arrepentirnos de algo. Porque había dos opciones y las dos incluían arrepentirse.

Una era pagar y no subir:

—Disculpen, nos arrepentimos. La próxima vez…

O subir y arrepentirnos en silencio.

Los dos lo sabemos, no nos da la cobardía para no subir. No nos alcanza el coraje para fracasar.

Pero si no viniesen sería distinto. Libres de arrepentimiento y culpa caminaríamos todo el muelle de regreso al hotel. Cenaríamos, pediríamos vino, cerveza, mojito, fumaríamos, y la luz de la brasa dejaría ver sólo lo que una brasa ilumina. Que no es tanto, pero alcanza, porque: ¿cuánta luz hace falta para estar seguros de que estamos?

 

Pero el ruido se acerca, manso, firme. La espuma se va agrandando. Como un merengue. Claras a punto nieve. El placer de ver crecer las claras no se compara con nada. Ese momento de incertidumbre, que es esperanza y terror, porque pueden inflarse o desvanecerse. Sin remedio. Me da bronca que Juan no reconozca lo bien que me sale el milhojas, recubierto en merengue. No lo hago más, porque igual se olvidan de lo buena que soy, y hay que batir, batir, entonces, la próxima vez… Caminamos por el muelle hasta el final. Dejamos atrás las luces del hotel. La barcaza ya nos está esperando. De cerca, el merengue no está.

—Suerte que te pusiste el vestido rojo —me dice Juan—, para verte mejor.

Yo le saco la lengua, ni él es el lobo, ni soy caperucita.

—Suerte que estés tan canoso —le retruco.

Nos reímos. Aunque no da risa. Para nada.

 

En la barcaza vienen dos. Dos pares de ojos. Dos bocas con algunos dientes. Dos voces.

Los cuerpos habían pactado con la noche sin estrellas, con el mar sin horizonte, con el negro intangible. Los cuerpos los intuyo. Mi primer miedo es que Juan también se convierta en eso: ojos, dientes, voz y canas. Tengo miedo de que Juan pacte con la noche. Mi miedo siguiente es: no trajimos cigarrillos. No tenemos brasas.

—Pensamos que no venían —dice Juan, y pone un pie en el bote que se mueve como un papel cayendo por el hueco de una escalera.

—Hermosa noche pa' plancton, señor, no se pueden ir sin conocer esta vaina —dice una de las voces. Es una voz de terciopelo. De pana. Como mi sillón. Con el almohadón de piel en una esquina. Una siesta con el sol entrando por la ventana. Eso está muy bien. Cuánto cielo hay que cruzar para convencernos de que eso está bien. La voz dice algo más que no entiendo. Terciopelo. Toco en su voz el almohadón de piel. Suave. La piel de un bebé. Ya crecieron. Suave. Como un tigre.

Feroz.

 

Estamos sentados, Juan y yo, en una tabla. Atrás, donde está el motor, uno de los hombres, que intuyo parado por la altura de los ojos. En la tabla frente a la nuestra, la voz de terciopelo.

—¿Llevan linternas? —pregunta Juan.

La boca del terciopelo muestra sus dientes, que no son muchos, pero sí son blancos.

—¿Y pa’ qué quiere linternas, amigo, si esta noche van a brillar? ¿Cierto, Wilmar?

La voz de atrás, que es ronca y antigua contesta:

—Como una noche estrellada, amigo.

Chalecos salvavidas no se ven. Claro, no se ve nada.

—¿Tienen chalecos? —digo y me cuesta reconocer mi propia voz. Es raro. Me escucho como en un mensaje grabado en otro momento. Antes. Ajena.

—Sí —contesta terciopelo, y no me da nada.

 

Adentro de la negrura el mar se mueve acompasado como una canción de cuna. El mar está adormecido y es la única manera de que esta embarcación avance. El papel se sostiene en el hueco de la escalera. No cae. Está suspendido. Shhh, no despierten al mar. Una siesta en el sillón sin tigres. Los chicos en el patio. Ya crecieron. Shhh. Es sólo un sueño. Los pajaritos cantan. La vieja se levanta. El bote se levanta. Salta. Me agarro fuerte de la rodilla de Juan. Desde que salimos que estoy aferrada a Juan como para que no se escape. Que no se desintegre y que no me suelte. Nos mojamos. Juan me pasa una mano por la cabeza. Conozco esa caricia automática, que en general detesto. Hoy la prefiero.

El terciopelo pregunta si sabemos algo del plancton. Digo no. Y el terciopelo explica y habla y cada palabra suena más a tigre que a almohadón porque la promesa es una luz. Es lo único que escucho: plancton, luz. La promesa es ver. Como en el hotel. Vernos. Con una brasa. Pagamos por la promesa de ver. Cruzamos el cielo para convencernos de que nos vemos bien. Felices. Jóvenes. El terciopelo sigue. Dice que el plancton es transparente, es microscópico, es luz. Es el alimento básico de animales superiores. Ballenas.

Tigres.

Miro hacia atrás, las claras a nieve nos siguen. Crecen y se desarman. Como la esperanza misma. Como el terror. El bote se llena de incertidumbre. Está por todos lados, está hecha de termitas hambrientas circulando por la madera de la barcaza. Incertidumbre de que algo bueno está por venir. Incertidumbre de que lo peor aún no llegó. Miro a Juan.

—¿Le podés dar el salvavidas a ella? —dice Juan.

Parece que sólo yo estoy en peligro. Lo pide para cuidarme. A mí, que soy débil. A Juan me lo sé de memoria. Me tengo que hacer cargo de todo el miedo yo sola. Con toda la oscuridad del mundo, incluso a ciegas, podría dibujar a Juan en esa hoja que cae por el hueco de la escalera.

—Vamos a ir por los manglares —dice la voz antigua y nos eriza los pelos de la nuca.

Conocemos los manglares, pasamos de día. Con el sol partiéndonos las arrugas en mil pedazos, hasta entrar en los manglares, que están hechos de sombras. Islas de ramas enredadas. Infinitas, retorcidas. Impenetrables hasta para el más mínimo rayo. El manglar no es lo que se ve, es lo que no se ve. Lo que sigue para adentro, lo que sigue para abajo. Y entre las ramas retorcidas se ven más ramas, no sé si me explico, porque es difícil llenar los ojos con palabras que digan qué es un manglar. Y si fuera en pocas palabras diría que es la vegetación más siniestra que se pueda imaginar. Un camalote gigante de troncos grises que se enredan, se ensañan. Una película no apta para mayores. El mal puro, impensado: navegar entre manglares de noche.

Seguimos.

Terciopelo me pasa un chaleco naranja, los broches están rotos. Los ato como puedo.

El viaje parece ser eterno, así, para siempre, como la vida mientras se vive. Antes de llegar a los manglares hay que pasar por una villa de pescadores con casillas de maderas podridas en las bases, torcidas en los techos, de colores que algún día fueron intensos y que el agua, la sal y la pobreza se encargaron de lavar. Escuchamos ladridos. O aullidos. Perros. Lobos. Y si es verdad que el coraje tiene el mismo tamaño que el miedo es probable que me tire y pueda cruzar el mar nadando hasta el hotel. Juan me quiere dar la mano. Creo que le estoy haciendo mal la rodilla. Me abraza. Le doy la mano. En una ola la barcaza salta y me vuelvo a aferrar a la rodilla. Es raro, pero me siento más segura así. No podría agarrarme de los ojos ni de los dientes. De la rodilla, sí. A la vuelta le voy a comprar rodilleras nuevas a los chicos. Es increíble lo arruinadas que están las que tienen, y quebrarse una rodilla… no lo quiero ni pensar. No te recuperás nunca más. Quisiera hacer un llamado. Uno solo, a mi suegra, que si por casualidad no volvemos, que les compre rodilleras a los chicos. De las buenas. A los dos del mismo color, por si se pierde una. Durante un segundo las rodillas me salvan. Hay futuro, y está todo guardado en un pedazo de goma espuma.

—¿Tienen hijos? —pregunta la voz antigua. Me sobresalto. ¿Tengo los pensamientos como el plancton, translúcidos pero brillantes?

Están midiendo el nivel de daño, el tamaño de la recompensa.

—Sí. Tenemos. —Otra vez no reconozco mi voz. Digo que tengo hijos como si fuera algo aprendido. Como si no me quedara más remedio que ir soltándolos.

 

Una luz nos encandila desde la negrura.

—Una lancha —me dice Juan.

Una lancha. El contacto. Seguro. Ahora queda cambiar de lancha y después cualquier tipo de final. Que son todos el mismo. Los chicos, pienso en los chicos, en el reflector que agregamos en el patio de casa para que no entren ladrones. Una medida disuasiva. Ningún ladrón quiere que lo iluminen. El plancton es disuasivo. Pero nosotros caímos en la trampa. Llevamos una hora queriendo ver una luz. No era esta.

Pido, ruego, que la negrura voraz que había prometido comernos de un solo bocado lo haga de una vez. Que no nos entregue a la maldad del hombre. Que nos aleje de la luz. Intento rezar pero hace rato que no sé hacerlo. No sé creer. Terciopelo levanta la mano, lo veo porque el reflector también lo ilumina a él. Compruebo que tiene cuerpo. Un cuerpo flaco. Joven. ¿Lindo? Definitivamente lindo. ¿Tendrá hijos? ¿Padres? Levanta la mano.

Son pescadores.

Juan me repite al oído, pescadores, tranquila, pescadores.

Me calma. Me trata como si me conociera. Como si pudiera delimitar los bordes de mi miedo. Dibujarme en el mismo papel que cae.

Todo lo que hace Juan es para que yo no le siga lastimando la rodilla. Sólo piensa en eso. En su rodilla, porque le duele. Si me doliera algo estaría mejor. A veces el dolor te salva. Chequeo las partes de mi cuerpo. Las repaso. No me duele nada. Ni los cayos de los pies. Estoy peor que Juan.

 

La barcaza pega un salto. Entra agua. No sé si es mucha pero el vestido se me moja. El algodón se pone pesado. Si decido tirarme y nadar para salvarme voy a tener que sacármelo. Y si hay próxima vez… entonces, entonces, voy a tener que llevarlo en una bolsa en el avión, porque no se va a secar para mañana, y el avión sale mañana. Eso va a pasar, viajemos o no. El avión va a salir a menos que pase algo muy grave. Mucho más grave que dos pasajeros que no se presentan. Escucho nuestros nombres retumbando en la sala de embarque, último llamado para Inés y Juan Aguirre. Otra vez, última llamada. Cuántas veces se hace algo por última vez. Casi me da intriga saber si vamos a presentarnos o no. Si Juan va a decir perdón, nos entretuvimos en el freeshop, o si nadie va a decir nada. También está la opción de que sólo uno se presente. Seguramente él.

 

El terciopelo suelta frases, las debe estar hilvanando, pero yo las escuchó sueltas. Dice villa de pescadores, la casa donde nací, habla de injusticias, del poder del manglar, de la luz del mar, del mal, del mar. Me concentro, trato de borrar al tigre, almohadón, sillón, terciopelo, papel. Dice que el plancton vive suspendido en el agua, y que con la luz del día convierten la energía lumínica en química. Que emite luminiscencia que mide menos de un milímetro y es el alimento más básico de tigres, no, perdón, de ballenas. Miro mi vestido rojo, mojado, no puedo acordarme adónde lo compré. Juan podría saberlo pero tengo miedo de hablar y no reconocer mi voz. Es un vestido lindo. Rojo. Que no sé dónde compré. Ni para qué.

 

Entramos en los manglares.

La incertidumbre se inclina como un subibaja hacia el lado del terror. Todos los peligros se vuelven uno. Todos los miedos se llaman muerte. Toda mi soledad está agarrada de la pierna de Juan. Mis latidos golpean contra el chaleco pidiendo salir, pidiendo de una buena vez reventar y dar fin a la esperanza que agobia y quema.

Entonces surge la respuesta a la pregunta que nunca me había hecho. ¿Es posible esconderse en el mar?

Sí.

La barcaza entra en una cueva, un manglar sin salida donde las ramas siniestras se cierran al cielo, que hasta recién intuía y que ahora ya no intuyo. El negro puede ser más negro. La voz de terciopelo cierra los ojos y la boca. Desaparece. La voz antigua avisa que estamos atorados.

Terciopelo vuelve a levantar los párpados y dice:

—Llegamos.

Miro el agua. Está oscura. Es una trampa. El plancton es una trampa. Siento correr la sangre licuada por el cuerpo. Juan me agarra de la cintura.

—Meta la mano, mi señora, anímese.

Perdido todo, queda exactamente nada. Entonces, sí. Da lo mismo coraje o cobardía.

Asomo el brazo y bajo la mano. El dedo anular toca el agua tibia y oscura.

El dedo abre el camino.

Es fácil.

Así, fácil: Mi dedo brilla.

Y puede que no se vea nada más en el mundo, pero mi dedo brilla. Me río. Los cuatro nos reímos. En una galería, lo compré en una galería, una de esas pocas, antiguas, que todavía sobreviven. Lo compré para estar linda.

Juan ya tiene la mano entera adentro del agua. Sumerjo hasta el antebrazo. Y nos seguimos riendo. Y la risa va juntando por la barcaza las termitas y la piel del tigre y las rodilleras y los papeles con nosotros dibujados y los tira al manglar, como quien tira alpiste a las palomas. Y nos reímos.

Terciopelo busca una escalerita y la mete en el agua y la escalera, sí, la escalera se ilumina con miles de luces. Después se tira al agua. Salpica luz. En una galería de calle Córdoba, a tres cuadras de mi casa, donde vivimos con Juan, y los chicos. Tenemos un reflector. Pero eso no importa. Tenemos dos árboles. Eso.

—Anímese, señor.

—Ya sé, no me puedo perder esta vaina.

Yo me saco el vestido rojo. Lo tiro en la madera en la que veníamos sentados.

Ya está. Los chicos juegan en el patio. Trepan en el árbol. Hago una torta.

Estamos.

Estamos dispuestos a disolvernos en la negrura líquida y tibia que nos rodea.

Que es negra hasta que la tocan.

Y cuando la tocan, brilla. Como el terciopelo al sol.

Y entonces, brillamos.

De la mano. Los dos.

Abajo del agua cada movimiento abre constelaciones de luces infinitas que bailan y se apagan, y se encienden otra vez. Nos ponemos antiparras y nos sumergimos:

Es un cielo estrellado caído adentro del mar.

—Un cielo —es mi voz la que lo dice. Es decir, lo digo yo.

Me vuelvo a sumergir.

Lo toco con las manos, al cielo. Mis manos se mueven abajo del agua. Mis piernas también.

Estoy. Estamos.

Y es un cielo.

Estrellado.

Tibio.

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